22.11.18

Tetera Tornasol, un delirio cyberpunk


Tetera Tornasol

Chito me explicó que en su interior la tetera tenía incrustada una cápsula con unos hongos que no morían ni por exposición al agua hirviendo. La infusión que salía de la tetera generaba visiones que invariablemente parecían mostrar el futuro. La vieja que me contrató para recuperarla no me había explicado la importancia de la tetera. Empezó hablándome del policía muerto, la explosión del edificio y los otros eventos que al principio parecían inconexos. Camino a su residencia, desde mi vétol (de VTOL, por “Vertical Take-off and Landing”) me cayó la ficha. No le dio importancia a la tetera porque sabía que si lo hubiera hecho, yo le habría cobrado más. Pero yo tenía la tetera en mi poder mientras iba camino a verla.

En eso, en la pantalla principal del vehículo, el trillado mensaje de los representantes de la ley. Levanté la vista y vi dos patrulleros atrás, uno delante, formando un triángulo, rodeándome. Chito me había advertido acerca de esto. En las redes policiales se batía que yo había matado al yuta. Tal vez la vieja tenía algo que ver con ese rumor.

Con el habitual movimiento gestual, indiqué a la computadora central del vétol que respondiera. Les dije a los yutas que iba a descender según el protocolo. Cuando se dieron cuenta del truco, también descubrieron cuán tuneados estaban los motores de mi modelo T. No tenían chance de alcanzarme. Los dejé atrás en unos pocos minutos. Uno de los patrulleros atrás mío se llevó puesto todo un decimoctavo piso. Se iban a comer un flor de juicio por eso. Y a mí, si me llegaban a agarrar, me iban a matar “por resistirme al arresto”, fija.

No sé por qué lo hice, pero le tiré algo de agua de mi termo a la tetera, y serví de esa agua pasada por hongos locos en mi mate. Al principio, no sentí nada anormal. A los instantes, escucho zumbar las balas. Un mar de ratis de riguroso negro con ametralladoras, buscando venganza. Abrí el parabrisas del vétol y sentí cómo el aire húmedo y helado se metía y me golpeaba la cara. El frío de la noche lluviosa hizo que se disipasen las balas. Veo la cara de la vieja. Sorna. Risas. Llanto. Todo mal. Fuego en el hogar. Un perro. Un setter irlandés que se sobresalta. La textura de su pelo en mi mano sintética. Puedo sentirla como en la otra mano. Como si el plástico y la goma pudieran sentir. Luces. La voz del vétol me anunció que llegué a destino. Los últimos kilómetros los había hecho a través de dirección automática mientras yo flasheaba.

Deje el auto en la azotea de la casa. Al lado había otros varios vétoles, muy lujosos. Carísimos. La vieja iba a tener que ponerse. No se la iba a dejar pasar así nomás. Cuando salí del coche, la lluvia se intensificó. Me recibió un sirviente. Completamente sintético. La voz estaba casi perfectamente lograda. Me pregunto si esas microfallas son para que se note que son sintéticos. Este, casi, casi parecía humano, pero estaba demasiado pulcro, incluso para ser un sirviente de una vieja millonaria.

La vieja, dueña del único grupo de multimedios del país, estaba varios pisos más abajo. Pasé por varios controles y tuve que dejar mis armas, salvo la pistola plástica que forma parte de mi pierna derecha. El diseño de Chito superó los escáneres y las capacidades del sirviente. Mi mano sintética, pintada para hacer juego con la pierna, empuñaba firmemente la tetera. El sirviente venía intentando en vano que se la alcanzara. El ascensor se detuvo en el piso elegido por el sirviente. Justo antes de que se abrieran las puertas, sentí otro eco. Veo a los canas de negro. Oigo la risa. Veo mi sangre. Forma un charco creciente en la alfombra frente al hogar mientras el perro se acerca. Salí del ascensor.

Mi pantalla ocular mostró una rápida lectura e informe del piso. Por mi escáner retinal pude ver varios sicarios escondidos, apostados ahí por si la negociación se iba al carajo. Ella estaba sentada frente al hogar con el setter a sus pies. El perro levantó la cabeza hacia mí, mirándome como con cariño. Examiné la situación. No podía dar cuenta de todos ellos sólo con la pistola en mi pierna. Mierda. Iba a tener que darle la tetera por las buenas. Me di cuenta que la risa que resuena no es de la vieja. Es mi risa. La vieja está aterrorizada. Los de negro no son canas, sino sus sicarios. Entendí qué me tocaba hacer. Me reí porque la vieja esta vez no se va a salir con la suya. Cagué a tiros la tetera con la pistola que estaba alojada en mi pierna. Luego las visiones se hicieron realidad.

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Escribí este "delirio cyberpunk" para un concurso de cuentos de un grupo de Facebook. No fue muy exitoso pero me gustó escribirlo. 800 palabras. Ambientado en el mismo universo de mis dos novelas sin terminar (todavía).

Arturos


Arturos

El zumbido del robot barredor rompió el silencio de la calle. Tres figuras salieron, inicialmente taciturnas y temerosas, de sus escondites. Se miraron y se reconocieron. Durante unos minutos observaron al robot realizar su trabajo. La calle nunca había estado tan silenciosa.

—Creo que ya pasó todo.

Ninguno de los otros dos se hizo eco de inmediato en ese comentario. Aún dudaban.

—Ya se llevaron los cuerpos —aportó el segundo—. Ahora queda la limpieza más fina.
—Somos los últimos tres —señaló el tercero, sus capacidades telepáticas extendidas al máximo no sentían mentes humanoides a kilómetros y kilómetros de distancia.

El primero observó con tristeza a sus compañeros y exclamó:

—¿Por qué justo nosotros?
—Azar o destino. —Seguía observando al robot—. Como prefieran llamarlo.
—Pero justo nosotros tres —continuó el primero y, señalando a los otros dos, enfatizó—: ¡Nosotros tres! ¡Nosotros!

El telépata finalmente respondió:

—Ustedes dos son serie siete. Yo soy serie nueve —Eso parecía explicarles algo y los calló por unos instantes.
—¿Pero por qué sólo Arturos, y no Nancys, Esmeraldas o Emilios?
—Los Arturos serie siete son particularmente inseguros en su programación. Los serie nueve no pero somos telépatas. Nuestra programación nos lleva a aceptar las cosas como son.

El Alto Mando había decidido repoblar la ciudad con clones de series de dos dígitos y había decidido que sería más interesante y entretenido limpiar la ciudad mediante el implante del virus en los clones de series de un dígito que la poblaban. Casi todos los Arturos serie siete habían caído en la orgía de muerte que se había desatado. El virus había exacerbado su cobardía pero no los había dotado de capacidades especiales para esconderse mejor. Estos dos habían tenido suerte.

Los serie nueve sabían lo que les tocaría hacía meses y simplemente se habían resignado a ello. El virus había aumentado su resignación y estoicismo.
Otros tipos de clones habían adquirido violencia homicida y sed de sangre irrefrenable.

—A mí el virus me hizo un poco más humano. Por eso, merezco vivir —y descargó su pistola en los otros dos. —Soy el sobreviviente.

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Un cuento que escribí a pedido. 350 palabras.

En movimiento, v3


En el camino

Dolor. Voces lejanas. Todo se mueve. Golpe. (Pierdo la consciencia). Dolor. Intenso. Bamboleo. Ruedo para un lado. Ruedo para el otro. Golpe. Más dolor. Voces. Se van formando las palabras. «Doblá acá». Otro bamboleo fuerte. Ruedo. Estoy en el piso de una camioneta. Tengo una venda en los ojos pero se corrió un poco y algo llego a ver. Dolor. Dolor intenso. Me duele la cabeza.
—Doblá acá. —como una aguja que se me clava en el cráneo.
Dolor intenso. Y mis manos. Me duelen. Atadas. Duelen y a la vez no las siento. Hormigueo.
—Acá no hay que doblar todavía. —otra voz, otro disparo de dolor, como una resaca intensa—. ¿Para qué tenés el GPS del celular?
Me cuesta entender qué pasa. Estoy en el piso del interior de una camioneta tipo Trafic. Las líneas del piso se me clavan en la espalda y cada vez que dobla, ruedo y me doy contra las paredes. Frente a mí están los dos asientos. Conductor y acompañante, navegante. Me pierdo parte del diálogo porque estoy aturdido.
—A ver: tenés GPS y no sabés ni dónde estamos. Yo conozco el camino. No hay que doblar acá —sonó determinante. Sin conocerlos, puedo darme cuenta de que la cosa viene así hace rato.
—¿Qué dijiste? —como respuesta a algo que tampoco escuché. Mi consciencia va y viene.
El conductor, cada vez más alterado:
—¿Cómo que querés parar para mear? ¡Tenemos que entregarlo a este sin escala!
Hablan más fuerte y me matan con cada frase.
—Loco… no aguanto más. Y el Tano no va a decir nada por cinco minutos más o menos.
—No vamos a parar y se acabó.
—¿Pero qué hacés, pelotudo? —apenas veo que el otro lo está apuntando— ¿Te volviste loco?
—Te dije que vamos a parar y vamos a parar.
—Pará un poquito, che, bajá eso.
—Yo sé que vos te encamaste con la Pochi. Con mi Pochi.
Llego a ver algo a través de la venda. Discuten. Todo se vuelve un gran borrón. Me despierta un disparo. Otro. Mis oídos zumban.
El petiso, el que no manejaba, me saca la venda. Hace un gesto con el índice en sus labios, pidiéndome silencio. Comienza a llamar por un celular.
—‘Cuchame, Tanito. Acá el pibe se nos escapó. (…) Sí, no sé cómo le hizo, pero agarró el fierro del Largo. (…) Sí, no sabés. No sabés cómo lo dejó (casi se le escapa una risa, otra pausa). Mirá, Tano, yo voy a ver si lo puedo agarrar, pero lo que pasa es que el Largo se descuidó mientras (…) Sí, Tanito. No te hagas drama, Tanito, está todo bien.
—Arriba, campeón. Ahora, vos te vas a ir, ¿sí? Te vas a ir y vas a salir corriendo, ¿sí, papi?
Yo no entiendo nada. Tampoco tengo la capacidad anímica de responder. No sé si me va a tirar por la espalda. No sé nada ya. Me abre la puerta lateral de la camioneta y me ayuda a bajar. Comienzo a caminar. No me dispara. Sigo. Me alejo.


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Esta es la tercera versión del segundo trabajo práctico que hice para Taller de Escritura 2. Reescritura. 511 palabras.

En movimiento, v2


En el camino

Las voces pasan lentamente de ser un murmullo inaudible a empezar a tener algo de sentido en medida que la puntada que siento en mi cráneo aparece y se hace más intensa. Empiezo a recordar con mayor claridad el golpe. Me pegaron desde atrás los cobardes.
—Doblá acá. —la voz tiene una cualidad aguda, chillona. Lo que mi cabeza necesitaba.
—Acá no hay que doblar todavía. —La otra voz es grave, impone respeto—. ¿Para qué tenés el GPS del celular?
Empiezo a sentir la presión en mis muñecas. Me ataron los brazos. Las piernas las siento entumecidas, pero no me las ataron. Tengo los ojos tapados pero puedo sentir el piso rígido. Debe ser esa camioneta tipo van que estaba afuera del bar.
—El GPS dice que dobles acá. Doblá.
—A ver: tenés GPS y no sabés ni dónde estamos. Yo conozco el camino. No hay que doblar acá —sonó determinante. Se nota que este problema venía de antes.
Sus imágenes borrosas se forman en mi mente. El grandote pelado y el petiso. Los dos tipos que mandó Salerno. Estaban merodeando por el estacionamiento del bar. Uno se me interpuso, el otro me pegó por la espalda. No llegué a verlo.
— ¿Qué dijiste? —como respuesta a un murmullo que, si él no lo entendió, yo, menos.
Nuevamente no llego a escuchar lo que dijo el de la voz chillona. El de la grave empieza a sonar más alterado en medida que va hablando:
— ¿Cómo que querés parar para mear? ¡Tenemos que entregarlo a este sin escala!
Al fin escucho al de la voz chillona de nuevo. La situación es un polvorín que espera una chispa para explotar. Tengo que ver cómo provocar esa chispa.
—Loco… no aguanto más. Y el Tano no va a decir nada por cinco minutos más o menos.
—No vamos a parar y se acabó. Fijate si se despertó el pelotudo este.
Crujidos del asiento. Se está incorporando. Se me acerca. Me toquetea. Me hago el dormido.
—Sigue dormido. —Suena complacido y agrega —: Parece que le di bien, ¿eh? —Deja escapar una risita. La voz chillona era difícil de soportar, la risa me llena de ganas de matarlo. Es como cuando alguien araña un pizarrón, pero mucho peor.
Le trabo un pie sin verlo. Puro instinto y percepción. Cae hacia el lado del conductor.
— ¿Pero qué hacés, pelotudo? —No le da tiempo a responder— esto se termina acá.
La marcha se detiene de repente. Ruedo hacia ellos. Siento de cerca cómo comienzan a fajarse. Vuelan un par de «te lo buscaste» entre los golpes. Algo como que “la chica” era de uno o del otro, y que cómo que se la fue a robar. Que el Tano siempre le da al uno o al otro las tareas más sencillas. Que la plata. Cada golpe acentúa o interrumpe una oración. Yo lucho con mis ataduras mientras los dos tarados siguen luchando entre ellos.
Justo cuando llego a sacarme el trapo que me cubre los ojos, se detiene la golpiza. La escena comienza a tomar forma. Uno, el petisito, está semi-consciente en un asiento, con el mismo bate de béisbol de aluminio con que me dio anoche en sus manos. El otro, el grandote, está desparramado en el asiento del conductor. No parece que vaya a volver a levantarse. El petiso no está en condiciones de evitar que yo manotee una de las pistolas. Lo apunto y le indico que me alcance el famoso celular.
Me entero de lo tarde que es. Busco el contacto del Tano Salerno y toco para llamar.
— ¿Pasó algo? —la voz ronca de Salerno muestra cansancio. Se nota que espera alguna mala noticia por parte del par de idiotas que despachó para buscarme.
—Tanito… —lo saludo como con entusiasmo, como si fuésemos amigos. —Acá tus amiguitos me llevaban a verte, pero no va a poder ser, ¿sabés? Hoy tenía otra cosa. Pero capaz la próxima… ¿Sí, Tanito? Nos vemos, campeón…
No paro a escuchar su respuesta, pero sí lo dejo escuchar el disparo antes de cortarle. Nos vamos a ver en otra ocasión, pero tendrá que mejorar su personal.


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Esta es la segunda versión del segundo trabajo práctico que hice para Taller de Escritura 2. Reescritura del original. 691 palabras.

En movimiento, v1


En el baúl

Las voces pasan de ser un murmullo inaudible a empezar a tener algo de sentido en medida que la puntada en mi cráneo aparece y se hace más intensa. Si por lo menos hubiese tomado alcohol antes de perder la consciencia. Pero ahora recuerdo con claridad el golpe.
—Doblá acá. —la voz tiene una cualidad aguda, chillona. Lo que mi cabeza necesitaba.
—Acá no es todavía, boludo. —La otra voz es grave, impone respeto—. ¿Para qué tenés el GPS del celular?
—El GPS dice que dobles acá. Doblá, carajo.
—A ver: tenés GPS y no sabés ni dónde estamos. Yo conozco el camino. No hay que doblar acá —sonaba determinante. Ese tono que indicaba que a la próxima le iba a dar como me dieron a mí.
Empiezo a sentir la presión en mis muñecas. Me ataron.
—¿Qué dijiste? —como respuesta a un murmullo que si él no lo entendió, yo mucho menos.
Nuevamente no llego a escuchar lo que dijo el de la voz chillona. El de la grave empieza a sonar más alterado en medida que va hablando:
—¿Seguís con eso de que teníamos que doblar antes? ¡Ya te dije que no!
Al fin escucho al de la voz chillona de nuevo. Se nota por su tono que tiene algo de miedo de expresarse. Pero al mismo tiempo hay una nota de convicción que se deja entrever bajo el miedo. Se ve que el GPS le da la razón nomás. O por lo menos eso es lo que cree.
—Mirá… El GPS dice que teníamos que doblar donde te dije.
—El GPS… Ya te dije clarito que conozco el camino.
Me puedo imaginar la mirada fría. El otro bajando los ojos. Yo también tendría miedo.
—Dejá ese teléfono de mierda. —la amenaza palpable del tipo de voz grave, seguida de una más intensa —: Largá el celular o te cago a trompadas, ¿me entendés? Dejame de joder con eso. Basta ya.
No necesita alzar la voz, queda clarísimo que si el otro vuelve a siquiera respirar muy fuerte, lo va a matar.
—La puta madre, —el tono me adelantó todo— teníamos que doblar.
El otro no salta con un «te lo dije» ni nada parecido, pero le retruca la amenaza con hechos. Quién hubiera dicho que el de voz chillona podía ser tan violento. Comienzo a tirar de las sogas y veo si puedo escaparme del baúl del auto mientras estos dos idiotas se matan.
El diálogo definitivamente terminó, reemplazado por golpes que sacuden al auto entero. La marcha se detuvo también; eso me facilita el escape cuando finalmente logro evadirme del baúl. Arriesgo una mirada a la cabina del coche y veo que ambos están tirados, tal vez inconscientes, en sus asientos. El de la voz chillona, contra mi prejuicio, era más grandote que el otro. Y es el que tenía, originalmente, el bate de aluminio anoche.


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Esta es la primera versión del segundo trabajo práctico que hice para Taller de Escritura 2. La consigna consistía en escribir una situación dramática en que el diálogo escalase el conflicto. 484 palabras.