23.7.18

Emily

Emily

Al colgar el teléfono, sintieron algo que bajaba en el estómago. Una sensación helada, sumamente desagradable. Su hija, Emily, había desaparecido hacían quince años, en esa fecha exacta. Los medios se habían hecho eco de la búsqueda que rápidamente se convirtió en un evento nacional. La niña de 7 años nunca aparecería. Y ahora había llamado por teléfono. Su voz era distinta, pero algo en el timbre de esa voz, algo en su vocabulario, algo en el llamar a sus padres del modo en que sólo Emily los había llamado, no dejaba dudas de que era ella.

Quince años de pesquisas y búsquedas. De pistas falsas. De llamadas en medio de la noche a la voz de Emily apareció. Siempre desembocaban en un desilusionante no es ella. Pero Martha y Jacques, sus padres, sabían siempre de antemano que se trataba de un error porque ellos en realidad sabían bien dónde estaba ella: enterrada bajo el viejo aljibe de la casa donde ellos la habían puesto tantos años atrás.

El primer instinto de Jacques fue pensar en meterse en el viejo aljibe y exhumar el cuerpo de su hija. La policía nunca investigó a fondo el ángulo del infanticidio. Uno de los detectives se había mostrado sospechoso incluso frente a las excelentes actuaciones de la pareja, dignas, por lo menos, de un Óscar para cada uno, pero un revés de suerte para ellos lo hizo caer en desgracia. Las sórdidas actividades del detective, hasta ese momento ocultas, habían salido a la luz.

Suerte no era, tal vez, la palabra exacta. Definitivamente no había sido afortunado para él que se supiera realmente cuánto le gustaban los niños. Pero no era un mero golpe de suerte para los asesinos lo que les sacó de encima a Dolph Peterson, Homicidios. Definitivamente tampoco se sintieron afortunados los cinco gatos y tres perros que debieron dar sus cabezas y su sangre a la pareja para que Martha realizase el antiguo ritual.


La mente de Jacques corría salvajemente. Él le había asegurado una y otra vez, categóricamente, a Martha que había puesto el cuerpo de la niña, la hija de ambos, del modo en que ella se lo había indicado, rodeada por los talismanes que ella le había dado. No debía haber chances de que la niña regresase, ya fuera como fantasma o como alguna otra cosa peor. Pero Jacques estaba absolutamente seguro ahora, después de toda esa larga espera, de haber realizado mal el entierro de la niña sacrificada. Consideró confesárselo a su esposa, pero tocaron la puerta.

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Escribí este pequeño relato para un concurso de cuentos de un grupo de Facebook. No fue muy exitoso pero me gustó escribirlo. 422 palabras.

Tradiciones que vuelven, v2

La Michetto, como le dicen los alumnos, ingresa al aula. Cuando lo hace, se produce un silencio sepulcral. El aula del privado es pulcra aunque sus paredes tienen un toque de color por afiches de trabajos prácticos pasados de otras materias. Algunos bancos también tienen garabatos grabados con puntas de compás o de cúter. Otros dibujados con liquid paper. Este tipo de vandalismo jamás sucede durante su hora. Graziana, la alumna estrella, otros dirían chupamedias, incluso cómplice, cierra la puerta. Una vez cerrada, nadie puede ver qué sucede en ese salón del cuarto piso. En ese momento, si alguien había infringido alguna de las muchísimas reglas de La Michetto, le tocará su castigo. Lucas había tenido la mala suerte de tener la voz más sonora y de hablar justo antes de percatarse de la llegada de la docente. Lo llama. Delante de la clase, con mucho ritual y espectáculo, le propina tres golpes secos con una regla de madera. Se los ubica al costado de una pierna. Si dejan marcas, a Lucas más le vale decir que se golpeó jugando a la pelota. Entre los niños circula una leyenda que cuenta de una chica que osó hablar con otros adultos. Nadie le creyó. Dicen que no la vieron más. Los chicos cuentan que la Michetto la tiene encerrada en el sótano de su casa o que la mandó a una escuela de monjas, muy lejos. La realidad es mucho, mucho peor.

Cuando termina la hora, el alumnado sale de la clase en orden. Otra docente pasa a saludar y observa a su colega. Estiman la edad de la Señorita Michetto en unos cincuenta años, pero se ve tanto más joven, tan llena de vida. Su figura es perfecta. Su rostro parece de porcelana. Cuando habla, de vez en cuando se le escapa algún término muy docto, podemos decir arcaísmo. Habla con tiempos compuestos, enfatizando la diferencia entre la v corta y la b larga y la diferencia entre la elle y la ye. Su ortografía es perfecta, salvo cuando se descuida y tilda algún fue, fui, vio o dio. Sus colegas la envidian y admiran en medidas similares. ¡Cómo le hacen caso sus alumnos! ¡Qué buenas notas suelen tener en historia! Cuando la observan dando clase se maravillan con su erudición en materia de historia, la materia principal que da. Cuando relata ciertos eventos, por ejemplo la epidemia de fiebre amarilla en la ciudad de Buenos Aires, se podría decir que los vivió. Pero no le quedaron secuelas.

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Esta es una reescritura del primer trabajo para Taller de Narrativa 1 de Licenciatura en Artes de la Escritura que publiqué aquí hace unos meses.

Arrastrados por el viento, v3 "Los que el viento se llevó"


Los que el viento se llevó

Sarah Kay era una mujer que lo había perdido todo. Como muchos de nosotros durante aquellos días. Esos días de tormentas de polvo, los bancos se apropiaban de todo y sus asaltantes se convertían en héroes populares. Pero no había héroes en la vida de gente como Sarah. Todos los que contamos su historia coincidimos en que ella salió temprano de su casa esa mañana en que el banco la iba a desahuciar. Llevaba con ella a su hijo Billy y una vieja valija. En algún momento, esa valija hubiera podido servir para un viaje de vacaciones a Nueva Orleáns o St. Louis. Pero en esas circunstancias, debería servir para acompañar a ambos en el largo camino hacia el Océano Pacífico y la esperanza de trabajo en el estado de California.

A medida que caminaban, uno o el otro tropezaban ocasionalmente con las piedras que se asomaban a mirar el cielo azul. Faltaría poco para verlo ennegrecido por el polvo de otro black blizzard. La valija, a veces a su lado, a veces por sobre sus hombros. Su contenido era inmensamente valioso: una o dos mudas de ropa, las últimas pertenencias que le quedaban a ella y a Billy, y especialmente la foto. La imagen enmarcada mostraba a Sarah Kay y a Billy cuando todavía era un bebé, junto a Dick, frente a la abundante cosecha de 1927. Los adultos sonreían. El bebé tal vez sabía algo que ellos aún ignoraban.

Sarah se detuvo un instante a respirar y a secarse el sudor de la frente y posiblemente pensó en su marido muerto. Dick se había calzado el sombrero una noche y había ido a jugarse al póker los últimos dólares de la familia a un bar como éste. Tuvo suerte un par de manos y un parroquiano lo acusó de tramposo. Comenzaron a discutir. Todos estaban bebiendo este mismo whisky que le agradezco. Casi todos estaban armados también. No hace falta aclarar cómo terminó el asunto. Creo que en eso pensaba ella en ese momento.

Sarah reanudó su camino bajo el sol abrasador. Cada paso se hacía más difícil. El niño por momentos se quedaba atrás. Le costaba mucho respirar. Sarah se volvía hacia él, intentaba ayudarlo. Cada paso los acercaría un poco más hacia California. Al océano. A la promesa de trabajo. Ella tal vez se podía vislumbrar ganándose el pan, pudiendo llevar a Billy a un médico para que viera sus pequeños pulmones llenos de ese negrísimo polvo. Tal vez se imaginaba una casita frente al océano, donde la foto, desde una repisa, recibiría las últimas caricias del sol que se ahogaría en el Pacífico.
Tropezó con una grieta en el asfalto, justo en un cruce de caminos. La valija cayó al piso. Desesperada, fue a ver que el vidrio de la foto no se hubiese roto. Cuando levantó la vista, antes siquiera de voltearse a ver si Billy estaba bien, lo vio a él.

Yo estaba a la distancia, acampando con otros buscavidas. Nuestra existencia no difería mucho de la de Sarah, aunque lo habíamos perdido todo mucho antes. Cuando nos reuníamos a contar historias frente al fuego, una recurrente era la del diablo que se le aparece a la gente. Siempre te ofrece algo y siempre te pide algo a cambio.

Yo los venía siguiendo, a la distancia, con la mirada. Hasta que lo vi. El ser que estaba frente a Sarah parecía, desde lejos, un banquero, un tipo refinado proveniente del Este, bien vestido. Aún ahora, tantos años después, tras la tercer ronda de whisky que le agradezco, y brindando por el viejo Roosevelt, que desde su silla de ruedas nos gobernaba durante aquellos sombríos días, me es imposible olvidar esa mirada. Vea, esa cosa me miró a mí durante un instante y se me congeló la sangre.

No escuché bien qué le dijo a Sarah, pero los vi forcejear por el contenido de esa valija y empecé a acercarme lo más rápido que pude. Sí llegué a escuchar su resonante no. Esos ojos enfurecidos por la negativa, puedo jurar que de ahí vinieron todas las tormentas de polvo que azotaron esta gran nación. En ese mismo momento, sentí el olor al polvo en el aire, el ruido de los truenos. Y parecía que se venía el fin del mundo. Cuanto la tormenta pasó y pude llegar a ellos, él no estaba más. Posiblemente se había ido con la tormenta infernal. Las figuras de Sarah Kay y de Billy, que ya no respiraban pesadamente, yacían sobre el pavimento, cubiertas de polvo. La mujer estaba firmemente aferrada a su hijo y a esa vieja valija.


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Esta es la tercerca versión de un cuento que publiqué hace poco, el segundo trabajo práctico para la primera materia práctica de la carrera de Licenciatura en Artes de la Escritura que empecé a cursar este año. El trabajo acá era corregir el cuento teniendo en cuenta observaciones recibidas. Reciclé gran parte de la versión anterior y le puse un nuevo título. 770 palabras.