17.5.18

Arrastrados por el viento


Por aquellos días, los asaltantes de bancos eran héroes populares. Porque los bancos nos habían quitado todo. A veces, sólo era todo lo que nos había tomado una vida construir con nuestras manos. A veces, nuestra vida misma. A veces, hasta nuestra dignidad.

Me contaron la historia de Sarah Kay y de su pequeño Billy de diversas maneras. Me cuesta creer muchos de los detalles, pero intentaré relatar los hechos del modo más coherente que pueda.

Roosevelt no llevaba ni dos años en el Despacho Oval por aquellos días, pero Sarah Kay ya lo había perdido todo para entonces. Bueno, no todo, hasta ese momento. Tenía su propia vida y la de su hijo, el pequeño Billy. Y también tenía una valija con las pocas pertenencias que les quedaban en este mundo. Hay quien dice que Dick, su marido, la había abandonado. Otros dicen que se suicidó. También están quienes dicen que lo mataron por intentar hacer trampa en un juego de póker. Según esta versión de la narración, Dick habría intentado convertir los pocos dólares que le quedaban en el dinero suficiente para irse con su familia a California, pero en su desesperación, había intentado cartearse. Y cuando lo descubrieron, eso le costó la vida.

La parte interesante del relato comienza, sin embargo, con Sarah y su pequeño que se alejan de la granja, ya propiedad del banco. La mujer llevaba consigo una vieja valija sobre los hombros. En ella, un poco de ropa, algún adorno y una fotografía enmarcada de la familia frente a la cosecha de 1927. Ese había sido un muy buen año para ellos.

El hijo de ambos se aferraba a ella a medida que avanzaban. El silbido de sus pulmones, junto con el sonido de sus pasos y el viento incesante, eran lo único que podía oírse. El niño tosía, en un intento vano de sacarse el polvo de los pulmones.

Él los observó a la distancia. Algunos, los más fantasiosos, una vez que han bebido la tercera o cuarta ronda de whisky, dicen que estaba hecho de viento y de polvo. Un wendigo, dicen. Otros dicen que se veía como un vendedor ambulante, o un banquero. Pero nadie afirma que aquel personaje haya sido un ser humano. La estaba esperando. Las solapas de su saco se sacudían violentamente y ella no era capaz de sentir su olor a polvo o a azufre porque el hombre estaba contra el viento. Su voz sonaba como uñas que arañan un pizarrón. Sus palabras, simples. La mujer podía irse, pero tenía que dejar la valija. Él afirmó que la valija le pertenecía. Una vieja deuda de su marido. El niño comenzó a toser más fuerte que nunca, ya que el viento comenzó a llevar más polvo a sus pulmones. Las carpas de los migrantes habían quedado muchas millas atrás, y ni hablar de alguna edificación de madera. No había refugio para ellos, y estaban en medio del viento negro. Sarah hubiera tenido la boca seca aún en un día soleado. Entendía perfectamente lo que estaba pasando. Lo único que le quedaba era perder. Como su marido, como su hijo. El silbido del viento había tapado el de su respiración para siempre.

Sin poder derramar ni una lágrima por sus ojos resecados por el viento, dijo una palabra solitaria que su interlocutor pudo escuchar como si hubiesen estado en la sala silenciosa de su hogar abandonado. Una palabra firme, estoica, llena de orgullo. No. Cuando encontraron el cuerpo de Sarah Kay, estaba aferrado al de su hijo y a la valija que
contenía la promesa de un futuro mejor.

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Este cuento es el segundo trabajo práctico para la primera materia práctica de la carrera de Licenciatura en Artes de la Escritura que empecé a cursar este año. El objetivo era escribir un relato en base a una fotografía, que tuviese un conflicto y que el narrador estuviera dentro del mundo pero no fuera protagonista. Lo escribí en algo menos de una hora. 600 palabras.

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