La mesa 15
Eduardo estaba llegando tarde al cumpleaños. Se bajó del taxi con ese tradicional gesto cinemático de dejarle el vuelto al tachero y enfiló hacia la puerta del tradicional salón de fiestas. Lo recibió un empleado trajeado y, de fondo, la cabeza de un alce, doble víctima; de algún cazador y luego un taxidermista.
—Vengo para la fiesta de Feyman,—le dijo al empleado—soy Eduardo Mandelbaum.
Mandelbaum, Mandelbaum, Mandelbaum, repetía el portero mientras revisaba la listita. Eduardo se puso a pensar en tabletas, códigos QR y esas cosas. Pero sin duda, esto tenía ese regustito de lo tradicional. De esa ineficiencia tradicional tan... rústica. Tan simpática. ¡Mandelbaum! La exclamación del tipo lo volvió a la realidad.
—Acá está, mesa 15. Ya le indico—la útima o se estiró un poco, como si el portero no estuviera del todo seguro. Capaz era nuevo—.
Efectivamente, le fue a preguntar a otra chica, con una pinta y con esa seguridad de que venía laburando hace tiempo ahí, y volvió, sonriente. Condujo a Eduardo a su mesa. Nadie más estaba sentado. Las otras mesas, casi llenas. Eduardo agradeció al portero y le dio una propina. No sabía si correspondía o no, pero no quería quedar mal. Feyman y sus amigos eran gente que se fijaba mucho en esas cosas. Si había algo que Eduardo no quería, era quedar mal con Feyman. El portero se vio sorprendido pero aceptó gustoso la propina.
Eduardo se sentó a la mesa, completamente solo. Frente a él, un cartelito: Eduardo E. Mandelbaum. Miró los otros cartelitos. No conocía a nadie. Casi todos hombres, una mujer. Elvira Romero. Elvira, qué nombrecito. Pensó automáticamente en la tetona de la tele que presentaba pelis de terror. ¿Cuántos años tendría esa mujer ahora? Capaz que ya estaba muerta y todo. No pudo evitar pensar en Moria Casán, en Silvia Süller. La siguiente en caer fue, efectivamente, Elvira. La piba (tendría 25 años como mucho) distaba años luz de lo que había imaginado Eduardo. Ni vieja, ni tetona, ni vedette, ni nada. Pálida, poco maquillaje, anteojos enormes, pelo lacio rubio con un flequillo. Ropa austera, nada extravagante.
Elvira se presentó, lo saludó. Él se presentó. Ella le pidió disculpas por llegar tarde. Siempre llegaba tarde, le dijo. A esto, todas las otras mesas estaban llenas. Los mozos y camareras comenzaron a servir la comida, pero estratégicamente evitaban pasar o incluso cruzar miradas con Eduardo y Elvira. Eduardo notó que, efectivamente, al cabo de algunos minutos, todas las mesas estaban servidas con las entradas y las bebidas (generalmente vino, a veces cerveza, gaseosas o incluso agua mineral con o sin gas) salvo la de ellos. Nadie se acercó ni a traer bebidas. Nada.
Veinte minutos más y cayó un tipo. Medio gordo, medio pelado. Eduardo pensó en George Costanza de Seinfeld. Se presentó como Esteban Galimberti. Eduardo miró los cartelitos y se cercioró que de no, no todos los nombres empezaban en e. Igual era una coincidencia rara. Galimberti les preguntó por la comida, por la bebida. Elvira y él respondieron que no sabían nada. ¿Qué podían saber? Unos minutos antes, Elvira había intentado en vano llamar la atención de uno de los mozos. Era como si la mesa 15 era invisible. Para cuando llegó el cuarto invitado de la mesa 15, Alberto Guerra, Eduardo vio pasar a la chica que le había indicado la mesa al portero, y trató de captar su atención. Con mucha gracia y decoro, ella evitó completamente sus intentos de comunicación y siguó en la suya.
Ya estaban sirviendo los platos principales, y la mesa 15 estaba a media capacidad de comensales, y sin bebida, comida, ni nada más. Ni panera, ni grisines, ni manteca, ni nada. Vasos y platos vacíos, servilletas, cubiertos. Toda esa gilada, pero nada para consumir. Cuando estaban sirviendo los postres cae el quinto invitado de la 15, Miguel Manetti, que directamente preguntó por la comida. Por supuesto, ni Eduardo, ni Elvira, ni Esteban, ni Alberto sabían nada. Lo único que sabían era que todos conocían a Feyman de un modo u otro, y que todos llegaban crónicamente tarde a todos lados. Eduardo había procurado llegar a tiempo esta vez, como todas las otras, pero no había llegado. Salvo Elvira, a los otros les importaba muy poco la puntualidad en general. Cuando levantaron los postres, Eduardo decidió irse, y al salir se cruzó con uno que llegaba para la 15, casi dos horas tarde.
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Participé del 2º Mundial de Escritura y actualmente estoy participando actualmente del tercero. Este relato responde a la primera consigna.
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