26.10.20

Primer relato para el 3º Mundial de Escritura

La mesa 15

Eduardo estaba llegando tarde al cumpleaños. Se bajó del taxi con ese tradicional gesto cinemático de dejarle el vuelto al tachero y enfiló hacia la puerta del tradicional salón de fiestas. Lo recibió un empleado trajeado y, de fondo, la cabeza de un alce, doble víctima; de algún cazador y luego un taxidermista. 

—Vengo para la fiesta de Feyman,—le dijo al empleado—soy Eduardo Mandelbaum.

Mandelbaum, Mandelbaum, Mandelbaum, repetía el portero mientras revisaba la listita. Eduardo se puso a pensar en tabletas, códigos QR y esas cosas. Pero sin duda, esto tenía ese regustito de lo tradicional. De esa ineficiencia tradicional tan... rústica. Tan simpática. ¡Mandelbaum! La exclamación del tipo lo volvió a la realidad.

—Acá está, mesa 15. Ya le indico—la útima o se estiró un poco, como si el portero no estuviera del todo seguro. Capaz era nuevo—.

Efectivamente, le fue a preguntar a otra chica, con una pinta y con esa seguridad de que venía laburando hace tiempo ahí, y volvió, sonriente. Condujo a Eduardo a su mesa. Nadie más estaba sentado. Las otras mesas, casi llenas. Eduardo agradeció al portero y le dio una propina. No sabía si correspondía o no, pero no quería quedar mal. Feyman y sus amigos eran gente que se fijaba mucho en esas cosas. Si había algo que Eduardo no quería, era quedar mal con Feyman. El portero se vio sorprendido pero aceptó gustoso la propina.

Eduardo se sentó a la mesa, completamente solo. Frente a él, un cartelito: Eduardo E. Mandelbaum. Miró los otros cartelitos. No conocía a nadie. Casi todos hombres, una mujer. Elvira Romero. Elvira, qué nombrecito. Pensó automáticamente en la tetona de la tele que presentaba pelis de terror. ¿Cuántos años tendría esa mujer ahora? Capaz que ya estaba muerta y todo. No pudo evitar pensar en Moria Casán, en Silvia Süller. La siguiente en caer fue, efectivamente, Elvira. La piba (tendría 25 años como mucho) distaba años luz de lo que había imaginado Eduardo. Ni vieja, ni tetona, ni vedette, ni nada. Pálida, poco maquillaje, anteojos enormes, pelo lacio rubio con un flequillo. Ropa austera, nada extravagante.

Elvira se presentó, lo saludó. Él se presentó. Ella le pidió disculpas por llegar tarde. Siempre llegaba tarde, le dijo. A esto, todas las otras mesas estaban llenas. Los mozos y camareras comenzaron a servir la comida, pero estratégicamente evitaban pasar o incluso cruzar miradas con Eduardo y Elvira. Eduardo notó que, efectivamente, al cabo de algunos minutos, todas las mesas estaban servidas con las entradas y las bebidas (generalmente vino, a veces cerveza, gaseosas o incluso agua mineral con o sin gas) salvo la de ellos. Nadie se acercó ni a traer bebidas. Nada.

Veinte minutos más y cayó un tipo. Medio gordo, medio pelado. Eduardo pensó en George Costanza de Seinfeld. Se presentó como Esteban Galimberti. Eduardo miró los cartelitos y se cercioró que de no, no todos los nombres empezaban en e. Igual era una coincidencia rara. Galimberti les preguntó por la comida, por la bebida. Elvira y él respondieron que no sabían nada. ¿Qué podían saber? Unos minutos antes, Elvira había intentado en vano llamar la atención de uno de los mozos. Era como si la mesa 15 era invisible. Para cuando llegó el cuarto invitado de la mesa 15, Alberto Guerra, Eduardo vio pasar a la chica que le había indicado la mesa al portero, y trató de captar su atención. Con mucha gracia y decoro, ella evitó completamente sus intentos de comunicación y siguó en la suya.

Ya estaban sirviendo los platos principales, y la mesa 15 estaba a media capacidad de comensales, y sin bebida, comida, ni nada más. Ni panera, ni grisines, ni manteca, ni nada. Vasos y platos vacíos, servilletas, cubiertos. Toda esa gilada, pero nada para consumir. Cuando estaban sirviendo los postres cae el quinto invitado de la 15, Miguel Manetti, que directamente preguntó por la comida. Por supuesto, ni Eduardo, ni Elvira, ni Esteban, ni Alberto sabían nada. Lo único que sabían era que todos conocían a Feyman de un modo u otro, y que todos llegaban crónicamente tarde a todos lados. Eduardo había procurado llegar a tiempo esta vez, como todas las otras, pero no había llegado. Salvo Elvira, a los otros les importaba muy poco la puntualidad en general. Cuando levantaron los postres, Eduardo decidió irse, y al salir se cruzó con uno que llegaba para la 15, casi dos horas tarde.

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Participé del 2º Mundial de Escritura y actualmente estoy participando actualmente del tercero. Este relato responde a la primera consigna.

22.11.18

Tetera Tornasol, un delirio cyberpunk


Tetera Tornasol

Chito me explicó que en su interior la tetera tenía incrustada una cápsula con unos hongos que no morían ni por exposición al agua hirviendo. La infusión que salía de la tetera generaba visiones que invariablemente parecían mostrar el futuro. La vieja que me contrató para recuperarla no me había explicado la importancia de la tetera. Empezó hablándome del policía muerto, la explosión del edificio y los otros eventos que al principio parecían inconexos. Camino a su residencia, desde mi vétol (de VTOL, por “Vertical Take-off and Landing”) me cayó la ficha. No le dio importancia a la tetera porque sabía que si lo hubiera hecho, yo le habría cobrado más. Pero yo tenía la tetera en mi poder mientras iba camino a verla.

En eso, en la pantalla principal del vehículo, el trillado mensaje de los representantes de la ley. Levanté la vista y vi dos patrulleros atrás, uno delante, formando un triángulo, rodeándome. Chito me había advertido acerca de esto. En las redes policiales se batía que yo había matado al yuta. Tal vez la vieja tenía algo que ver con ese rumor.

Con el habitual movimiento gestual, indiqué a la computadora central del vétol que respondiera. Les dije a los yutas que iba a descender según el protocolo. Cuando se dieron cuenta del truco, también descubrieron cuán tuneados estaban los motores de mi modelo T. No tenían chance de alcanzarme. Los dejé atrás en unos pocos minutos. Uno de los patrulleros atrás mío se llevó puesto todo un decimoctavo piso. Se iban a comer un flor de juicio por eso. Y a mí, si me llegaban a agarrar, me iban a matar “por resistirme al arresto”, fija.

No sé por qué lo hice, pero le tiré algo de agua de mi termo a la tetera, y serví de esa agua pasada por hongos locos en mi mate. Al principio, no sentí nada anormal. A los instantes, escucho zumbar las balas. Un mar de ratis de riguroso negro con ametralladoras, buscando venganza. Abrí el parabrisas del vétol y sentí cómo el aire húmedo y helado se metía y me golpeaba la cara. El frío de la noche lluviosa hizo que se disipasen las balas. Veo la cara de la vieja. Sorna. Risas. Llanto. Todo mal. Fuego en el hogar. Un perro. Un setter irlandés que se sobresalta. La textura de su pelo en mi mano sintética. Puedo sentirla como en la otra mano. Como si el plástico y la goma pudieran sentir. Luces. La voz del vétol me anunció que llegué a destino. Los últimos kilómetros los había hecho a través de dirección automática mientras yo flasheaba.

Deje el auto en la azotea de la casa. Al lado había otros varios vétoles, muy lujosos. Carísimos. La vieja iba a tener que ponerse. No se la iba a dejar pasar así nomás. Cuando salí del coche, la lluvia se intensificó. Me recibió un sirviente. Completamente sintético. La voz estaba casi perfectamente lograda. Me pregunto si esas microfallas son para que se note que son sintéticos. Este, casi, casi parecía humano, pero estaba demasiado pulcro, incluso para ser un sirviente de una vieja millonaria.

La vieja, dueña del único grupo de multimedios del país, estaba varios pisos más abajo. Pasé por varios controles y tuve que dejar mis armas, salvo la pistola plástica que forma parte de mi pierna derecha. El diseño de Chito superó los escáneres y las capacidades del sirviente. Mi mano sintética, pintada para hacer juego con la pierna, empuñaba firmemente la tetera. El sirviente venía intentando en vano que se la alcanzara. El ascensor se detuvo en el piso elegido por el sirviente. Justo antes de que se abrieran las puertas, sentí otro eco. Veo a los canas de negro. Oigo la risa. Veo mi sangre. Forma un charco creciente en la alfombra frente al hogar mientras el perro se acerca. Salí del ascensor.

Mi pantalla ocular mostró una rápida lectura e informe del piso. Por mi escáner retinal pude ver varios sicarios escondidos, apostados ahí por si la negociación se iba al carajo. Ella estaba sentada frente al hogar con el setter a sus pies. El perro levantó la cabeza hacia mí, mirándome como con cariño. Examiné la situación. No podía dar cuenta de todos ellos sólo con la pistola en mi pierna. Mierda. Iba a tener que darle la tetera por las buenas. Me di cuenta que la risa que resuena no es de la vieja. Es mi risa. La vieja está aterrorizada. Los de negro no son canas, sino sus sicarios. Entendí qué me tocaba hacer. Me reí porque la vieja esta vez no se va a salir con la suya. Cagué a tiros la tetera con la pistola que estaba alojada en mi pierna. Luego las visiones se hicieron realidad.

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Escribí este "delirio cyberpunk" para un concurso de cuentos de un grupo de Facebook. No fue muy exitoso pero me gustó escribirlo. 800 palabras. Ambientado en el mismo universo de mis dos novelas sin terminar (todavía).

Arturos


Arturos

El zumbido del robot barredor rompió el silencio de la calle. Tres figuras salieron, inicialmente taciturnas y temerosas, de sus escondites. Se miraron y se reconocieron. Durante unos minutos observaron al robot realizar su trabajo. La calle nunca había estado tan silenciosa.

—Creo que ya pasó todo.

Ninguno de los otros dos se hizo eco de inmediato en ese comentario. Aún dudaban.

—Ya se llevaron los cuerpos —aportó el segundo—. Ahora queda la limpieza más fina.
—Somos los últimos tres —señaló el tercero, sus capacidades telepáticas extendidas al máximo no sentían mentes humanoides a kilómetros y kilómetros de distancia.

El primero observó con tristeza a sus compañeros y exclamó:

—¿Por qué justo nosotros?
—Azar o destino. —Seguía observando al robot—. Como prefieran llamarlo.
—Pero justo nosotros tres —continuó el primero y, señalando a los otros dos, enfatizó—: ¡Nosotros tres! ¡Nosotros!

El telépata finalmente respondió:

—Ustedes dos son serie siete. Yo soy serie nueve —Eso parecía explicarles algo y los calló por unos instantes.
—¿Pero por qué sólo Arturos, y no Nancys, Esmeraldas o Emilios?
—Los Arturos serie siete son particularmente inseguros en su programación. Los serie nueve no pero somos telépatas. Nuestra programación nos lleva a aceptar las cosas como son.

El Alto Mando había decidido repoblar la ciudad con clones de series de dos dígitos y había decidido que sería más interesante y entretenido limpiar la ciudad mediante el implante del virus en los clones de series de un dígito que la poblaban. Casi todos los Arturos serie siete habían caído en la orgía de muerte que se había desatado. El virus había exacerbado su cobardía pero no los había dotado de capacidades especiales para esconderse mejor. Estos dos habían tenido suerte.

Los serie nueve sabían lo que les tocaría hacía meses y simplemente se habían resignado a ello. El virus había aumentado su resignación y estoicismo.
Otros tipos de clones habían adquirido violencia homicida y sed de sangre irrefrenable.

—A mí el virus me hizo un poco más humano. Por eso, merezco vivir —y descargó su pistola en los otros dos. —Soy el sobreviviente.

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Un cuento que escribí a pedido. 350 palabras.

En movimiento, v3


En el camino

Dolor. Voces lejanas. Todo se mueve. Golpe. (Pierdo la consciencia). Dolor. Intenso. Bamboleo. Ruedo para un lado. Ruedo para el otro. Golpe. Más dolor. Voces. Se van formando las palabras. «Doblá acá». Otro bamboleo fuerte. Ruedo. Estoy en el piso de una camioneta. Tengo una venda en los ojos pero se corrió un poco y algo llego a ver. Dolor. Dolor intenso. Me duele la cabeza.
—Doblá acá. —como una aguja que se me clava en el cráneo.
Dolor intenso. Y mis manos. Me duelen. Atadas. Duelen y a la vez no las siento. Hormigueo.
—Acá no hay que doblar todavía. —otra voz, otro disparo de dolor, como una resaca intensa—. ¿Para qué tenés el GPS del celular?
Me cuesta entender qué pasa. Estoy en el piso del interior de una camioneta tipo Trafic. Las líneas del piso se me clavan en la espalda y cada vez que dobla, ruedo y me doy contra las paredes. Frente a mí están los dos asientos. Conductor y acompañante, navegante. Me pierdo parte del diálogo porque estoy aturdido.
—A ver: tenés GPS y no sabés ni dónde estamos. Yo conozco el camino. No hay que doblar acá —sonó determinante. Sin conocerlos, puedo darme cuenta de que la cosa viene así hace rato.
—¿Qué dijiste? —como respuesta a algo que tampoco escuché. Mi consciencia va y viene.
El conductor, cada vez más alterado:
—¿Cómo que querés parar para mear? ¡Tenemos que entregarlo a este sin escala!
Hablan más fuerte y me matan con cada frase.
—Loco… no aguanto más. Y el Tano no va a decir nada por cinco minutos más o menos.
—No vamos a parar y se acabó.
—¿Pero qué hacés, pelotudo? —apenas veo que el otro lo está apuntando— ¿Te volviste loco?
—Te dije que vamos a parar y vamos a parar.
—Pará un poquito, che, bajá eso.
—Yo sé que vos te encamaste con la Pochi. Con mi Pochi.
Llego a ver algo a través de la venda. Discuten. Todo se vuelve un gran borrón. Me despierta un disparo. Otro. Mis oídos zumban.
El petiso, el que no manejaba, me saca la venda. Hace un gesto con el índice en sus labios, pidiéndome silencio. Comienza a llamar por un celular.
—‘Cuchame, Tanito. Acá el pibe se nos escapó. (…) Sí, no sé cómo le hizo, pero agarró el fierro del Largo. (…) Sí, no sabés. No sabés cómo lo dejó (casi se le escapa una risa, otra pausa). Mirá, Tano, yo voy a ver si lo puedo agarrar, pero lo que pasa es que el Largo se descuidó mientras (…) Sí, Tanito. No te hagas drama, Tanito, está todo bien.
—Arriba, campeón. Ahora, vos te vas a ir, ¿sí? Te vas a ir y vas a salir corriendo, ¿sí, papi?
Yo no entiendo nada. Tampoco tengo la capacidad anímica de responder. No sé si me va a tirar por la espalda. No sé nada ya. Me abre la puerta lateral de la camioneta y me ayuda a bajar. Comienzo a caminar. No me dispara. Sigo. Me alejo.


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Esta es la tercera versión del segundo trabajo práctico que hice para Taller de Escritura 2. Reescritura. 511 palabras.

En movimiento, v2


En el camino

Las voces pasan lentamente de ser un murmullo inaudible a empezar a tener algo de sentido en medida que la puntada que siento en mi cráneo aparece y se hace más intensa. Empiezo a recordar con mayor claridad el golpe. Me pegaron desde atrás los cobardes.
—Doblá acá. —la voz tiene una cualidad aguda, chillona. Lo que mi cabeza necesitaba.
—Acá no hay que doblar todavía. —La otra voz es grave, impone respeto—. ¿Para qué tenés el GPS del celular?
Empiezo a sentir la presión en mis muñecas. Me ataron los brazos. Las piernas las siento entumecidas, pero no me las ataron. Tengo los ojos tapados pero puedo sentir el piso rígido. Debe ser esa camioneta tipo van que estaba afuera del bar.
—El GPS dice que dobles acá. Doblá.
—A ver: tenés GPS y no sabés ni dónde estamos. Yo conozco el camino. No hay que doblar acá —sonó determinante. Se nota que este problema venía de antes.
Sus imágenes borrosas se forman en mi mente. El grandote pelado y el petiso. Los dos tipos que mandó Salerno. Estaban merodeando por el estacionamiento del bar. Uno se me interpuso, el otro me pegó por la espalda. No llegué a verlo.
— ¿Qué dijiste? —como respuesta a un murmullo que, si él no lo entendió, yo, menos.
Nuevamente no llego a escuchar lo que dijo el de la voz chillona. El de la grave empieza a sonar más alterado en medida que va hablando:
— ¿Cómo que querés parar para mear? ¡Tenemos que entregarlo a este sin escala!
Al fin escucho al de la voz chillona de nuevo. La situación es un polvorín que espera una chispa para explotar. Tengo que ver cómo provocar esa chispa.
—Loco… no aguanto más. Y el Tano no va a decir nada por cinco minutos más o menos.
—No vamos a parar y se acabó. Fijate si se despertó el pelotudo este.
Crujidos del asiento. Se está incorporando. Se me acerca. Me toquetea. Me hago el dormido.
—Sigue dormido. —Suena complacido y agrega —: Parece que le di bien, ¿eh? —Deja escapar una risita. La voz chillona era difícil de soportar, la risa me llena de ganas de matarlo. Es como cuando alguien araña un pizarrón, pero mucho peor.
Le trabo un pie sin verlo. Puro instinto y percepción. Cae hacia el lado del conductor.
— ¿Pero qué hacés, pelotudo? —No le da tiempo a responder— esto se termina acá.
La marcha se detiene de repente. Ruedo hacia ellos. Siento de cerca cómo comienzan a fajarse. Vuelan un par de «te lo buscaste» entre los golpes. Algo como que “la chica” era de uno o del otro, y que cómo que se la fue a robar. Que el Tano siempre le da al uno o al otro las tareas más sencillas. Que la plata. Cada golpe acentúa o interrumpe una oración. Yo lucho con mis ataduras mientras los dos tarados siguen luchando entre ellos.
Justo cuando llego a sacarme el trapo que me cubre los ojos, se detiene la golpiza. La escena comienza a tomar forma. Uno, el petisito, está semi-consciente en un asiento, con el mismo bate de béisbol de aluminio con que me dio anoche en sus manos. El otro, el grandote, está desparramado en el asiento del conductor. No parece que vaya a volver a levantarse. El petiso no está en condiciones de evitar que yo manotee una de las pistolas. Lo apunto y le indico que me alcance el famoso celular.
Me entero de lo tarde que es. Busco el contacto del Tano Salerno y toco para llamar.
— ¿Pasó algo? —la voz ronca de Salerno muestra cansancio. Se nota que espera alguna mala noticia por parte del par de idiotas que despachó para buscarme.
—Tanito… —lo saludo como con entusiasmo, como si fuésemos amigos. —Acá tus amiguitos me llevaban a verte, pero no va a poder ser, ¿sabés? Hoy tenía otra cosa. Pero capaz la próxima… ¿Sí, Tanito? Nos vemos, campeón…
No paro a escuchar su respuesta, pero sí lo dejo escuchar el disparo antes de cortarle. Nos vamos a ver en otra ocasión, pero tendrá que mejorar su personal.


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Esta es la segunda versión del segundo trabajo práctico que hice para Taller de Escritura 2. Reescritura del original. 691 palabras.

En movimiento, v1


En el baúl

Las voces pasan de ser un murmullo inaudible a empezar a tener algo de sentido en medida que la puntada en mi cráneo aparece y se hace más intensa. Si por lo menos hubiese tomado alcohol antes de perder la consciencia. Pero ahora recuerdo con claridad el golpe.
—Doblá acá. —la voz tiene una cualidad aguda, chillona. Lo que mi cabeza necesitaba.
—Acá no es todavía, boludo. —La otra voz es grave, impone respeto—. ¿Para qué tenés el GPS del celular?
—El GPS dice que dobles acá. Doblá, carajo.
—A ver: tenés GPS y no sabés ni dónde estamos. Yo conozco el camino. No hay que doblar acá —sonaba determinante. Ese tono que indicaba que a la próxima le iba a dar como me dieron a mí.
Empiezo a sentir la presión en mis muñecas. Me ataron.
—¿Qué dijiste? —como respuesta a un murmullo que si él no lo entendió, yo mucho menos.
Nuevamente no llego a escuchar lo que dijo el de la voz chillona. El de la grave empieza a sonar más alterado en medida que va hablando:
—¿Seguís con eso de que teníamos que doblar antes? ¡Ya te dije que no!
Al fin escucho al de la voz chillona de nuevo. Se nota por su tono que tiene algo de miedo de expresarse. Pero al mismo tiempo hay una nota de convicción que se deja entrever bajo el miedo. Se ve que el GPS le da la razón nomás. O por lo menos eso es lo que cree.
—Mirá… El GPS dice que teníamos que doblar donde te dije.
—El GPS… Ya te dije clarito que conozco el camino.
Me puedo imaginar la mirada fría. El otro bajando los ojos. Yo también tendría miedo.
—Dejá ese teléfono de mierda. —la amenaza palpable del tipo de voz grave, seguida de una más intensa —: Largá el celular o te cago a trompadas, ¿me entendés? Dejame de joder con eso. Basta ya.
No necesita alzar la voz, queda clarísimo que si el otro vuelve a siquiera respirar muy fuerte, lo va a matar.
—La puta madre, —el tono me adelantó todo— teníamos que doblar.
El otro no salta con un «te lo dije» ni nada parecido, pero le retruca la amenaza con hechos. Quién hubiera dicho que el de voz chillona podía ser tan violento. Comienzo a tirar de las sogas y veo si puedo escaparme del baúl del auto mientras estos dos idiotas se matan.
El diálogo definitivamente terminó, reemplazado por golpes que sacuden al auto entero. La marcha se detuvo también; eso me facilita el escape cuando finalmente logro evadirme del baúl. Arriesgo una mirada a la cabina del coche y veo que ambos están tirados, tal vez inconscientes, en sus asientos. El de la voz chillona, contra mi prejuicio, era más grandote que el otro. Y es el que tenía, originalmente, el bate de aluminio anoche.


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Esta es la primera versión del segundo trabajo práctico que hice para Taller de Escritura 2. La consigna consistía en escribir una situación dramática en que el diálogo escalase el conflicto. 484 palabras.

23.7.18

Emily

Emily

Al colgar el teléfono, sintieron algo que bajaba en el estómago. Una sensación helada, sumamente desagradable. Su hija, Emily, había desaparecido hacían quince años, en esa fecha exacta. Los medios se habían hecho eco de la búsqueda que rápidamente se convirtió en un evento nacional. La niña de 7 años nunca aparecería. Y ahora había llamado por teléfono. Su voz era distinta, pero algo en el timbre de esa voz, algo en su vocabulario, algo en el llamar a sus padres del modo en que sólo Emily los había llamado, no dejaba dudas de que era ella.

Quince años de pesquisas y búsquedas. De pistas falsas. De llamadas en medio de la noche a la voz de Emily apareció. Siempre desembocaban en un desilusionante no es ella. Pero Martha y Jacques, sus padres, sabían siempre de antemano que se trataba de un error porque ellos en realidad sabían bien dónde estaba ella: enterrada bajo el viejo aljibe de la casa donde ellos la habían puesto tantos años atrás.

El primer instinto de Jacques fue pensar en meterse en el viejo aljibe y exhumar el cuerpo de su hija. La policía nunca investigó a fondo el ángulo del infanticidio. Uno de los detectives se había mostrado sospechoso incluso frente a las excelentes actuaciones de la pareja, dignas, por lo menos, de un Óscar para cada uno, pero un revés de suerte para ellos lo hizo caer en desgracia. Las sórdidas actividades del detective, hasta ese momento ocultas, habían salido a la luz.

Suerte no era, tal vez, la palabra exacta. Definitivamente no había sido afortunado para él que se supiera realmente cuánto le gustaban los niños. Pero no era un mero golpe de suerte para los asesinos lo que les sacó de encima a Dolph Peterson, Homicidios. Definitivamente tampoco se sintieron afortunados los cinco gatos y tres perros que debieron dar sus cabezas y su sangre a la pareja para que Martha realizase el antiguo ritual.


La mente de Jacques corría salvajemente. Él le había asegurado una y otra vez, categóricamente, a Martha que había puesto el cuerpo de la niña, la hija de ambos, del modo en que ella se lo había indicado, rodeada por los talismanes que ella le había dado. No debía haber chances de que la niña regresase, ya fuera como fantasma o como alguna otra cosa peor. Pero Jacques estaba absolutamente seguro ahora, después de toda esa larga espera, de haber realizado mal el entierro de la niña sacrificada. Consideró confesárselo a su esposa, pero tocaron la puerta.

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Escribí este pequeño relato para un concurso de cuentos de un grupo de Facebook. No fue muy exitoso pero me gustó escribirlo. 422 palabras.

Tradiciones que vuelven, v2

La Michetto, como le dicen los alumnos, ingresa al aula. Cuando lo hace, se produce un silencio sepulcral. El aula del privado es pulcra aunque sus paredes tienen un toque de color por afiches de trabajos prácticos pasados de otras materias. Algunos bancos también tienen garabatos grabados con puntas de compás o de cúter. Otros dibujados con liquid paper. Este tipo de vandalismo jamás sucede durante su hora. Graziana, la alumna estrella, otros dirían chupamedias, incluso cómplice, cierra la puerta. Una vez cerrada, nadie puede ver qué sucede en ese salón del cuarto piso. En ese momento, si alguien había infringido alguna de las muchísimas reglas de La Michetto, le tocará su castigo. Lucas había tenido la mala suerte de tener la voz más sonora y de hablar justo antes de percatarse de la llegada de la docente. Lo llama. Delante de la clase, con mucho ritual y espectáculo, le propina tres golpes secos con una regla de madera. Se los ubica al costado de una pierna. Si dejan marcas, a Lucas más le vale decir que se golpeó jugando a la pelota. Entre los niños circula una leyenda que cuenta de una chica que osó hablar con otros adultos. Nadie le creyó. Dicen que no la vieron más. Los chicos cuentan que la Michetto la tiene encerrada en el sótano de su casa o que la mandó a una escuela de monjas, muy lejos. La realidad es mucho, mucho peor.

Cuando termina la hora, el alumnado sale de la clase en orden. Otra docente pasa a saludar y observa a su colega. Estiman la edad de la Señorita Michetto en unos cincuenta años, pero se ve tanto más joven, tan llena de vida. Su figura es perfecta. Su rostro parece de porcelana. Cuando habla, de vez en cuando se le escapa algún término muy docto, podemos decir arcaísmo. Habla con tiempos compuestos, enfatizando la diferencia entre la v corta y la b larga y la diferencia entre la elle y la ye. Su ortografía es perfecta, salvo cuando se descuida y tilda algún fue, fui, vio o dio. Sus colegas la envidian y admiran en medidas similares. ¡Cómo le hacen caso sus alumnos! ¡Qué buenas notas suelen tener en historia! Cuando la observan dando clase se maravillan con su erudición en materia de historia, la materia principal que da. Cuando relata ciertos eventos, por ejemplo la epidemia de fiebre amarilla en la ciudad de Buenos Aires, se podría decir que los vivió. Pero no le quedaron secuelas.

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Esta es una reescritura del primer trabajo para Taller de Narrativa 1 de Licenciatura en Artes de la Escritura que publiqué aquí hace unos meses.

Arrastrados por el viento, v3 "Los que el viento se llevó"


Los que el viento se llevó

Sarah Kay era una mujer que lo había perdido todo. Como muchos de nosotros durante aquellos días. Esos días de tormentas de polvo, los bancos se apropiaban de todo y sus asaltantes se convertían en héroes populares. Pero no había héroes en la vida de gente como Sarah. Todos los que contamos su historia coincidimos en que ella salió temprano de su casa esa mañana en que el banco la iba a desahuciar. Llevaba con ella a su hijo Billy y una vieja valija. En algún momento, esa valija hubiera podido servir para un viaje de vacaciones a Nueva Orleáns o St. Louis. Pero en esas circunstancias, debería servir para acompañar a ambos en el largo camino hacia el Océano Pacífico y la esperanza de trabajo en el estado de California.

A medida que caminaban, uno o el otro tropezaban ocasionalmente con las piedras que se asomaban a mirar el cielo azul. Faltaría poco para verlo ennegrecido por el polvo de otro black blizzard. La valija, a veces a su lado, a veces por sobre sus hombros. Su contenido era inmensamente valioso: una o dos mudas de ropa, las últimas pertenencias que le quedaban a ella y a Billy, y especialmente la foto. La imagen enmarcada mostraba a Sarah Kay y a Billy cuando todavía era un bebé, junto a Dick, frente a la abundante cosecha de 1927. Los adultos sonreían. El bebé tal vez sabía algo que ellos aún ignoraban.

Sarah se detuvo un instante a respirar y a secarse el sudor de la frente y posiblemente pensó en su marido muerto. Dick se había calzado el sombrero una noche y había ido a jugarse al póker los últimos dólares de la familia a un bar como éste. Tuvo suerte un par de manos y un parroquiano lo acusó de tramposo. Comenzaron a discutir. Todos estaban bebiendo este mismo whisky que le agradezco. Casi todos estaban armados también. No hace falta aclarar cómo terminó el asunto. Creo que en eso pensaba ella en ese momento.

Sarah reanudó su camino bajo el sol abrasador. Cada paso se hacía más difícil. El niño por momentos se quedaba atrás. Le costaba mucho respirar. Sarah se volvía hacia él, intentaba ayudarlo. Cada paso los acercaría un poco más hacia California. Al océano. A la promesa de trabajo. Ella tal vez se podía vislumbrar ganándose el pan, pudiendo llevar a Billy a un médico para que viera sus pequeños pulmones llenos de ese negrísimo polvo. Tal vez se imaginaba una casita frente al océano, donde la foto, desde una repisa, recibiría las últimas caricias del sol que se ahogaría en el Pacífico.
Tropezó con una grieta en el asfalto, justo en un cruce de caminos. La valija cayó al piso. Desesperada, fue a ver que el vidrio de la foto no se hubiese roto. Cuando levantó la vista, antes siquiera de voltearse a ver si Billy estaba bien, lo vio a él.

Yo estaba a la distancia, acampando con otros buscavidas. Nuestra existencia no difería mucho de la de Sarah, aunque lo habíamos perdido todo mucho antes. Cuando nos reuníamos a contar historias frente al fuego, una recurrente era la del diablo que se le aparece a la gente. Siempre te ofrece algo y siempre te pide algo a cambio.

Yo los venía siguiendo, a la distancia, con la mirada. Hasta que lo vi. El ser que estaba frente a Sarah parecía, desde lejos, un banquero, un tipo refinado proveniente del Este, bien vestido. Aún ahora, tantos años después, tras la tercer ronda de whisky que le agradezco, y brindando por el viejo Roosevelt, que desde su silla de ruedas nos gobernaba durante aquellos sombríos días, me es imposible olvidar esa mirada. Vea, esa cosa me miró a mí durante un instante y se me congeló la sangre.

No escuché bien qué le dijo a Sarah, pero los vi forcejear por el contenido de esa valija y empecé a acercarme lo más rápido que pude. Sí llegué a escuchar su resonante no. Esos ojos enfurecidos por la negativa, puedo jurar que de ahí vinieron todas las tormentas de polvo que azotaron esta gran nación. En ese mismo momento, sentí el olor al polvo en el aire, el ruido de los truenos. Y parecía que se venía el fin del mundo. Cuanto la tormenta pasó y pude llegar a ellos, él no estaba más. Posiblemente se había ido con la tormenta infernal. Las figuras de Sarah Kay y de Billy, que ya no respiraban pesadamente, yacían sobre el pavimento, cubiertas de polvo. La mujer estaba firmemente aferrada a su hijo y a esa vieja valija.


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Esta es la tercerca versión de un cuento que publiqué hace poco, el segundo trabajo práctico para la primera materia práctica de la carrera de Licenciatura en Artes de la Escritura que empecé a cursar este año. El trabajo acá era corregir el cuento teniendo en cuenta observaciones recibidas. Reciclé gran parte de la versión anterior y le puse un nuevo título. 770 palabras.

6.6.18

Arrastrados por el viento, v2


Sarah Kay era una mujer que lo había perdido todo. Como mucha gente en esos días. Esos días de tormentas de polvo, los bancos se apropiaban de todo y sus asaltantes se convertían en héroes populares. Pero no había héroes en la vida de Sarah. La mañana en que el banco la iba a desahuciar, ella salió temprano de su casa, llevando con ella a su hijo Billy y una vieja valija. En algún momento, esa valija hubiera podido servir para un viaje de vacaciones a Nueva Orleáns. Ahora, debería servir para acompañar a ambos en el largo camino hacia el Océano Pacífico y la esperanza de trabajo en el estado de California.

A medida que caminaban, uno o el otro tropezaban ocasionalmente con las piedras que se asomaban a mirar el cielo azul. Faltaría poco para verlo ennegrecido por el polvo de otro black blizzard. La valija, a veces a su lado, a veces por sobre sus hombros. Su contenido era inmensamente valioso: una o dos mudas de ropa, las últimas pertenencias que le quedaban a ella y a Billy, y especialmente la foto. La imagen enmarcada mostraba a Sarah Kay y a Billy cuando todavía era un bebé, junto a Dick, frente a la abundante cosecha de 1927. Los adultos sonreían. El bebé tal vez sabía algo que ellos aún ignoraban.

Sarah se detuvo un instante a respirar y a secarse el sudor de la frente y posiblemente pensó en su marido muerto. Dick había ido una noche a jugarse al póker los últimos dólares que les quedaban a ver si tenía un golpe de suerte. Intentó generarse la suerte con un par de ases en la manga. Pero esa jugada no sólo le costó sus últimos dólares, sino también su vida. La mujer continuó caminando bajo el sol abrasador. Cada paso, más difícil. El niño por momentos se quedaba atrás. Le costaba mucho respirar. Sarah se volvía hacia él, intentaba ayudarlo. Cada paso los acercaría un poco más hacia California. El océano. La promesa de trabajo. Ella tal vez se podía vislumbrar ganándose el pan, pudiendo llevar a Billy a un médico para que viera sus pequeños pulmones llenos de ese negrísimo polvo. Tal vez se imaginaba una casita frente al océano, donde la foto, en una repisa, recibiría las últimas caricias del sol que se ahogaría en el Pacífico.

Tropezó con una grieta en el asfalto. La valija cayó al piso. Desesperada, fue a ver que el vidrio de la foto no se hubiese roto. Cuando levantó la vista, antes siquiera de voltearse a ver si Billy estaba bien, lo vio a él.

Yo estaba a la distancia. Acampando con otros buscavidas. Nuestra existencia no difería mucho de la de Sarah. Sólo que lo habíamos perdido todo mucho antes. Yo los venía siguiendo con la mirada hasta que lo vi. Cuando nos reunimos a contar historias frente al fuego, una recurrente es la del diablo que aparece en los cruces de caminos. Siempre te ofrece algo, y siempre te pide algo a cambio. El ser frente a Sarah parecía un banquero, un tipo refinado proveniente del Este. Pero sus ojos nunca los podré olvidar. No eran ojos humanos. Aún ahora, tras la tercer ronda de whisky, y brindando por el viejo Roosevelt que desde su silla de ruedas nos gobernaba durante aquellos sombríos días, me es imposible olvidar esa mirada.

No escuché bien qué le dijo, pero creo que le ofreció llegar a California en un día por la vida de su hijo moribundo y por el contenido de esa valija. Sí llegué a escuchar su resonante no. Esos ojos enfurecidos por la negativa, puedo jurar que de ahí vinieron todas las tormentas de polvo que azotaron esta gran nación. En ese mismo momento, sentí el olor al polvo en el aire, el ruido de los truenos. Y parecía que se venía el fin del mundo. Cuanto la tormenta pasó y pude acercarme a ellos, él no estaba más. Posiblemente se había ido con la tormenta infernal. Las figuras de Sarah Kay y de Billy, que ya no respiraban pesadamente, yacían sobre el pavimento, cubiertas de polvo. La mujer estaba firmemente aferrada a su hijo y a esa vieja valija.

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Esta es la segunda versión de un cuento que publiqué hace poco, el segundo trabajo práctico para la primera materia práctica de la carrera de Licenciatura en Artes de la Escritura que empecé a cursar este año. El trabajo acá era reescribir el cuento teniendo en cuenta observaciones recibidas. Nuevamente, lo escribí en algo menos de una hora. 704 palabras.